Largo y sinuoso lenguaje 

Vozquetinta

Ayer, en lengua castellana, existían intenciones, problemas, normas; hoy, intencionalidades, problemáticas, normatividades. Antaño se decía obligación, necesidad, función, regulación; ahora se habla de obligatoriedad, necesariedad, funcionalidad, regularización. En tiempos no tan lejanos, la atención a la buena clientela recibía el calificativo de personal; en los actuales, de personalizada. Los verbos comunes y corrientes eran concretar, contar, culpar, influir, traumar; los de moda ya son concretizar, contabilizar, culpabilizar, influenciar, traumatizar.

Dichos conceptos, tanto los que emplean pocas letras como los inflados, virtualmente definen lo mismo, ni siquiera con diferencias de matiz. Qué absurdo resulta entonces que dos o tres sílabas extras, metiches e innecesarias, basten para tomarle el pelo a la gente porque le hacen creer que al estirar los vocablos también aumenta su contenido. Incluso que así debe ser la forma “correcta” o “culta” de expresarse. Es la fraseología de la política, la tecnocracia y el cientificismo, a guisa de legisladora e inquisidora del lenguaje. No para comunicarse, no para darse a entender sin equívocos, no para propiciar la sana reflexión, sino para embrollar, embaucar, sojuzgar. De paso, para deslumbrar, adquirir prestigio, ver a los demás por encima del hombro.

Sigue leyendo: Hay de maestros a maestros

(Lo anterior me recuerda una certera descripción de la Ciencia Social, sintetizada en cuatro vocablos por el economista Gunnar Myrdal: “Sentido común altamente sofisticado”. O como irónicamente la parafraseó mi amigo Gabriel Anaya Duarte cuando se la leí: “Lo que todo el mundo sabe, pero dicho con palabras que nadie entiende”.)

Por ignorancia, por pose o por afán de dominio, se recurre a las palabras kilométricas. Por idénticas razones, también, al choro imparable, a la diarrea verbal. No hay té de tapacola (ni de tapaboca) eficaz contra esta enfermedad chorrillenta. Mientras más se hable, mientras más humo distractor esparza a las audiencias un lenguaje rollero, mejor. Difícil, para no decir imposible, resulta en casos así separar la semilla de la paja, comenzando porque la paja no sólo es machacona sino engañosa. Ni tiempo nos da a veces de aplicarle la podadora analítica cuando ya tenemos encima otra avalancha de verborrea.

También lee: Escribir por calistenia

Crecer las palabras y extender las conferencias políticas egocéntricas —sin lugar a réplicas, por supuesto— se ha vuelto una estrategia hechizadora. Lo malo es que, como parte inevitable de su tortuosa envoltura, ahogan. Si en un principio convencen, pueden terminar por fastidiar, aun a la gente fanática de ellas. Y el verdugo cruel del hartazgo suele ser su desenlace. De tanto mandarlas al carajo se desgastan las palabras, pierden su trascendencia para convertirse en simples pompas de jabón, de esas pegosteosas pompas que, después de apantallar a medio mundo, explotan al primer contacto con la realidad del día siguiente.

Me valgo aquí de la misma advertencia conclusiva con que remató Álex Grijelmo su libro La seducción de las palabras (Madrid, Punto de Lectura, 2007): “Las palabras engatusan y repelen, edulcoran y amargan, perfuman y apestan. Más vale que conozcamos su fuerza.”

Mostrar más

Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
Mira también
Cerrar