Cuentecillo navidémico

Vozquetinta

En aquel tiempo un matrimonio tomó el largo y sinuoso camino hacia su aldea natal, pese al inminente parto en aquella madre primeriza. Viajaban allá para censarse porque lo exigía cierto edicto, y quiénes eran ellos para no acatarlo. Así se anticipaban al aforismo, hasta entonces inédito, de dar al césar lo correspondiente al césar. Como bien aprenderían en los años venideros: lo demás vendría por añadidura.

Iban precavidos. Protegían con mantos la mitad inferior de sus rostros. Mantenían una distancia prudente de otros peregrinos. Nada más llevaban la mano al corazón a guisa de saludo. Se detenían en algún pozo para asearse y aplicarse aceites purificadores. No todos los caminantes, empero, se comportaron igual. Hubo quienes se entregaron a bailongos multitudinarios. Y ni hablar de aquellos que atiborraron mercados, plazas o templos.

Nuestra pareja encontró a su arribo un escenario crítico. Ningún camastro disponible en los mesones. Igual en casas particulares. Apenas un oloroso establo a la entrada de una gruta, prestado casi como limosna, fue su única alternativa. La aldea estaba saturada, pero a los aldeanos parecía no preocuparles tanta movilidad, aunque se hallasen con un pie en la vida y otro en la muerte. En miles de muertes.

La profetizada natividad culminó de forma venturosa. Su trascendencia llegó a oídos de pastores y reyes, advertidos por coros angelicales y estrellas andariegas de acudir con cubrebocas al establo. Separado cada quien de los otros por dos rigurosos metros, unos entonaron cánticos de alabanza y glorias, otros depositaron oro, incienso y mirra lo más cerca permisible del tosco pesebre donde reposaba el recién nacido. Ninguno, hasta donde se sabe, dio positivo a las pruebas aplicadas después para detectarles bichos ocultos. Mucho menos fueron obligados a confinarse, ni se les vio respirando con dificultad dentro de un ataúd traslúcido, aislados a piedra y lodo de sus familias.

Idéntico panorama al de la aldea tuvo la capital del imperio. El emperador se rehusó a poner el ejemplo y, para no contradecirlo, más de uno de sus súbditos también. Quién quita porque disponían de otros datos. O sus lecturas eran distintas. O su proyecto difería de la cotidianidad, tan terca en mentises, tan dada a la polarización. En medio de nosotros, argumentaban, el pueblo como un dios.

Y colorín covidado, este cuento no ha acabado.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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